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Dulceida y el triunfo de la insustancialidad con morritos

OFF JOKES 

Por Raúl Solís | Aída Doménech es una joven barcelonesa de 28 años, de profesión influencer, que tiene por esposa a Alba, a la que presentó en sus vídeos de Youtube y con la que viaja a lo largo y ancho del mundo para presentar marcas o promocionar destinos vacacionales. Dulceida, nombre con el que ha saltado a la fama a través de sus vídeos de Youtube, en su último viaje se han ido a Sudáfrica, a un lugar en el que hay reservas de agua para tres semanas –literal-, y se ha dedicado a hacerse fotos con espuma en una bañera y a llevarles gafas de sol, de las que promociona, a unos cuantos niños negros pobres, a quienes han fotografiado infamemente y usado como modelos en las redes sociales de la joven convertida en icono y ejemplo de cómo hacerse rico a través de un canal de Youtube. Quienes han cobrado por el trabajo han sido Dulceida y su esposa, Alba, no los niños negros pobres usados como animales de un zoo para divertir a un circo que se nutre de la mentira, la vacuidad, el pensamiento plano, el tono neutro y una mirada de mentira con morritos que insulta, sabiéndolo o no, a quienes observan al otro lado de la pantalla.



Para ser influencer sólo basta con saber sonreír. Siempre con una sonrisa, porque el éxito de ser influencer está en ser de mentira, en mostrar una realidad imaginaria con la que motivar al espectador a aspirar a un mundo inalcanzable de plena felicidad. Ser influencer es repartir futuras depresiones por insatisfacción vital. Los influencers no sueñan, viven sus sueños; no tienen días malos porque le sonríen a la vida y no saben qué es sufrir por no tener para pagar el alquiler, porque con la voluntad lo consiguen todo.



No hace falta lucir un modelo de un gran diseñador de alta costura, quien a base de esfuerzo ha conquistado la cumbre de la moda, con lucir un pantalón de Inditex, cosido por una criatura a la que le han pagado 50 céntimos por la prenda, levantar la pierna y mirar al suelo como si se te hubiera perdido una moneda, ya eres todo un influencer. O, al menos, un aspirante a ello. Miles de jóvenes sueñan cada día con ser instagramer o youtuber como su admirada Dulceida o tantos otros personajes de esta fauna que no mira la realidad, sino que crea su propia realidad a través de ellos mismos. La egolatría a la enésima potencia, vivir con los ojos tapados como se tapa los ojos a los caballos para que no se espanten con lo que vean a sus laterales.



Los influencers son la versión actual de los antiguos brokers de bolsa, cuando en este país había gente –las podríamos llamar gentuza- que se levantaban soñando con hacerse rico en un pelotazo en la Bolsa de Madrid o jugando con la deuda pública de países como Grecia, España o Portugal, a costa de una prima de riesgo que nos ha robado la sanidad, la educación y las ganas de soñar.

Dulceida pudo haber ido a África a amadrinar una campaña mundial por el derecho humano al agua, para criticar los infames recortes de los gobiernos occidentales en la ayuda internacional al desarrollo, para defender los derechos de las lesbianas que, al contrario que ella y su esposa, no tienen la posibilidad de ver flores entre la basura porque lo que se encuentran son las cárceles, el exilio, la expulsión del hogar familiar, la pobreza y la persecución por ser quienes son, por amar a personas de su mismo sexo y no tener derecho ni a publicarlo en Youtuber o Instagram. No, ella ha ido a África a ponerle sus gafas de sol occidentales a niños negros que tienen la harina como la base de su alimentación y que en tres semanas pueden no poder beber ni agua.



Dulceida es el símbolo de una sociedad que camina pero que no avanza; que se hace fotos con libros pero no lee; que ve cine pero no descubre ni transita mundos ajenos; que monta en avión pero no viaja; que se hace selfies pero no sabe mirar paisajes; que habla sin decir nada; que hacen del verbo neutro, de los lugares comunes y de la sonrisa sin risa una coraza para ocultar toda la porquería que encierran estos iconos de la insustancialidad, a los que invitan a saraos, estrenos, desfiles y programas de televisión para idiotizar al respetable.

Antes, para ser influencer, tú tenías que haber escrito un libro, protagonizar una película, componer una canción o ser un fuera de serie en tu ámbito; ahora, gracias a Instagram, sólo necesitas hacerte un selfie con morritos, mirar al suelo, poner una frase de azucarillo acompañando a la foto, sonreírle a la mierda y decirle a un país, con un tercio de la población ganando menos de 650 euros, que sonriendo se solucionarán todos sus problemas. Dulceida no es más que la cristalización de la maldad que encierra este mundo instagramer, youtuber y ególatra que cree que ser sensible es lo mismo que ser un cursi, cuando es la cursilería precisamente lo contrario de la sensibilidad.

Artículo íntegro de @RaulSolisEU en paralelo36andalucia.com
Contenido compartido en esta página con el permiso del autor. 




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