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Tocando los acordes de la hegemonía | Emilio Osende


 Por Emilio Osende Santás //


Bares, discotecas, tiendas, coches, autobuses, televisión, en tu ordenador y en tu móvil… Desde que el sol despunta hasta el desfallecimiento del día la música apenas se despega de nuestra vida y de nuestra rutina, escoltándonos incluso a través del mundo de los sueños. 

Pero, ¿qué papel desempeña la música en el terreno de la persona y de la sociedad, más allá de suponer una simple cadencia melódica, pegadiza o agradable?

Música, ¿de qué lado de la balanza está?

La cultura, en su más amplia acepción, constituye un eje fundamental sobre el que se modela una determinada concepción de la vida y a la vez provee todo un código para la interpretación de la misma. La música, en cuanto que elemento cultural, no deja de ser una pieza más en la construcción de esa cosmovisión. Actúa reproduciendo, bien sea de manera involuntaria o intencional, una serie de ideas y valores capaces de permear el sentido común de la sociedad.
En consecuencia, la importancia no reside tanto en la música como concepto sino en el mensaje, explícito o simbólico, que transmite. Un contenido que opera dentro de una cierta dicotomía. Por un lado, con la capacidad de ser un factor emancipador en disposición de contribuir y reforzar valores o ideales de progreso social. Sin embargo, gran parte de la música (sobre todo aquella denominada «comercial») cumple actualmente una función bien distinta, ejerciendo como un componente esencialmente regresivo y alienante dentro de la esfera cultural.
El paradigma de esto último se identifica habitualmente con el reggaeton, cuyas canciones suelen estar plagadas de estereotipos machistas (mujer como objeto, o al menos, como figura que sólo se puede explicar en tanto que existe el hombre), así como de loas a la cultura del “tanto tienes, tanto vales”. Una afirmación, formulada desde ciertos sectores críticos, que circunscribe estos patrones discriminatorios a dicho estilo musical y delata de alguna manera una incapacidad analítica producto de una visión acentuadamente etnocentrista y clasista. Una versión que se desmorona a la velocidad que uno bucea, por ejemplo, entre algunos clásicos del rock como Brown sugar (una “sutil” descripción de la esclavitud y del abuso sexual) o Under my thumb (auténtico ensalzamiento del rol sumiso de la mujer) de Rolling Stones; Police con su atosigante y casi acosador Every breath you take; o One in a million de Guns N’ Roses, lleno de ambiguas referencias que cabalgan entre lo racista y lo homófobo. Y es que el locus del problema sobre el gusto comercial o de masas, se sitúa en el punto de contacto donde el pensamiento dominante y el contenido musical se identifican y confunden.



Ilustración de @biancastone

Modas apolíticas: desarme y refuerzo

La eficacia del arraigo popular de esa serie de ideales o expectativas vitales viene muchas veces determinada por el grado de implementación que tenga una moda en la sociedad. Es decir, un dispositivo cultural que recoge y condensa ese conjunto de creencias en un movimiento monolítico ad hoc, capaz de ser aceptado y reconocido como expresión de una colectividad concreta (muchas veces definida por la edad: una generación). ¿Son las modas producto o imposición, gestadas o fabricadas, hijas o padres de la sociedad? Discutir, en definitiva, la dialéctica naturalidad-artificialidad de las mismas supone una cuestión interesante sobre la que invito a reflexionar.
Si existe actualmente algo así como un denominador común destacable dentro de la música «comercial» española (desde el pop más «taburetero» hasta «traperos» como C. Tangana) sea quizás el consenso en cuanto a su carácter predominantemente apolítico. La transversalidad musical está hoy construida sobre el vaciamiento del mensaje. Una ausencia que entronca con una cierta apatía generalizada hacia la política. No hay ya anclajes ni sólidos compromisos sociales, que se han visto disueltos por la propia velocidad a la que corre nuestra época. «Modernidad líquida» lo llamó Zygmunt Bauman. Porque, en sus propias palabras, «todo cambia de un momento a otro, somos conscientes de que somos cambiables y por lo tanto tenemos miedo de fijar nada para siempre».
Sumidos en esta vorágine de constante dinamismo, emerge la indiferencia como leitmotiv, «el peso muerto de la historia» (que diría Antonio Gramsci) como hilo que vertebra la hegemonía del panorama musical actual. La condición apolítica de la mayoría de canciones no es ni mucho menos nociva ni enjuciable per se, sino que se vuelve dañina en la medida en que no tener ideología puede resultar tremendamente ideológico. Se produce un arrasamiento de toda capacidad o, al menos, invitación a la crítica de la realidad, amparando la perpetuación, con mayor o menor éxito, del estado actual de las cosas. Tanto es así que esa defensa del statu quo revela la presencia de un elemento eminentemente reaccionario dentro de la apoliticidad musical hecha bandera.
“La indiferencia es el foso que circunda la vieja ciudad y la defiende mejor que las murallas más altas, mejor que los pechos de sus guerreros, porque engulle con sus gargueros barrosos a los asaltantes, los diezma, los desanima y en cualquier momento los hace desistir de la empresa heroica. La indiferencia obra en la historia con fuerza. Opera pasivamente, pero opera.”
Antonio Gramsci. Odio a los indiferentes
«Woody Guthrie». Cuadro de David Fossaceca


El doble filo de la mainstreamfobia

En este yermo se ha vuelto complicado sembrar un producto musical que sea politizador y, a la vez, tenga la capacidad de conectar con una relativa mayoría de la gente. La propia noción de “música emancipadora” se ha visto desterrada del dominio de lo popular, pues el pensamiento dominante ha sabido incorporar perfectamente esta idea de música a su discurso pero como elemento subordinado, marginal. “No me vengas con esos rollos de política, que yo escucho música para pasármelo bien”. He aquí nuestra derrota y he aquí su victoria.
La inoperancia a la hora de expandirse de estos movimientos musicales alternativos y más comprometidos se ve determinada por circunstancias externas o ajenas, pero también por propias. Es obvio que el bombardeo constante de música «comercial» desde radios, anuncios, plataformas digitales… esteriliza, en cierto modo, el terreno para los núcleos musicales que tienen un carácter más disidente. Ahora bien, también entra en juego una suerte de “efecto auto-cepo” por parte de los propios grupos minoritarios, que lastra su difusión. Hay un rechazo al gran público, a las masas, a todo aquello que implica convertirse en mainstream, pues se identifca con una corrupción o supuesta traición al «verdadero contenido». Es la lógica del “cuanta menos gente me escucha, más puro soy”. La racionalización de la comodidad, de convertir el espacio musical alternativo en un espacio de resistencia, que lucha por no desaparecer, cuando debería estar haciéndolo por expandirse.

Corría un sábado 26 de abril de 1986 cuando en la ciudad ucraniana de Chernóbyl, pasada la medianoche, estallaba uno de los reactores de la central nuclear de la ciudad; accidente que, a la postre, causaría uno de los mayores desastres medioambientales de la historia. Saltaban las alarmas en medio mundo. En la radio británica BBC-1, el DJ, Steve Wright, interrumpía su espacio musical a fin de informar brevemente sobre la catástrofe; para acto seguido reanudar la programación con la superflua, “popera” y vacua canción I’m your man del dúo inglés Wham!. Johnny Marr y Morrissey, integrantes de The Smiths y seguidores de la emisión radiofónica, asistían atónitos ante la insensibilidad y frivolidad con la que Wright había tratado la inquietante noticia. Lápiz y guitarra en mano, esbozaron rápidamente lo que poco después acabaría por convertirse en Panic, uno de sus temas más polémicos pero también sagaces, en el que se asevera : «Quemen la discoteca / cuelguen al bendito DJ / porque la música que pone constantemente / no me dice nada acerca de mi vida».
Avisaba un grupo valenciano hace un par de años que venían a combatir la mediocridad imperante, armados con Gramsci y vinilos de los Smiths. Así que ya saben, cuelguen al bendito DJ.



Emilio Osende Santás

Estudiante de Medicina con cierta propensión a hacer guerra de trincheras literaria. «I eu, morrendo nesta longa noite de pedra». El autor de este artículo escribe en Medium.com
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